Con ánimo de ofender

La lengua española, como la inglesa, está cuajada de polisemia, pero mientras que el angloparlante tiene fama de fino humorista, el hispanohablante tira más al sarcasmo y así, un juego de palabras en inglés suele tener por objeto hacer sonreír a la audiencia, en tanto que un doble sentido de cualquier vocablo hispano suele emplearse con intención de hacer sangre en el ánimo del escuchante.

Dialogar por estos pagos, más que ser un sano contraste de pareceres o un provechoso intercambio de opiniones, suele convertirse en una competición consistente en intentar enterrar al contrario empleando la voz a modo de epitafio, con la intención de que no levante más la mano pidiendo la palabra. Personas de elevada formación académica, que peinan canas y lucen importantes cargos, prohombres (¿debería existir promujeres?) representantes de la patria, pasan los días disparando dardos verbales al escaño de enfrente con el fin de imponer sus tesis sin detenerse ni un instante para escuchar a un adversario que, por otra parte, tampoco dice nada diferente.

Y esto no sólo pasa en las cortes, entre sus señorías a las que me refería en el párrafo anterior, tan acendrada está tal costumbre que es frecuente en España que a un alegre –buenos días—, proferido por un amable ciudadano, se conteste con un desairado –lo serán para usted—, expelido por el saludado. Tal es la situación que muchas veces, antes de ir al grano, hemos de advertir a nuestro interlocutor de que nuestras intenciones son buenas, anteponiendo a nuestro discurso un oportuno –sin ánimo de ofender–, pues lo contrario se ha convertido en fórmula implícita.

El sarcasmo se emplea como sentencia sin juicio justo, se etiqueta al opositor con algún adjetivo ingenioso, se extiende la infamia y, a partir de ahí, se construye un escenario alejado de la realidad con el único fin de minar el prestigio del competidor y ganar el terreno que nunca hubiéramos conseguido en buena lid. Y lo peor de esto es que nos estamos acostumbrando y contemplamos con normalidad como quienes predican agua beben vino, sin que un solo cabello de su cabeza se despeine, dejamos que nos vendan la burra y justificamos a los hipócritas que se rasgan las vestiduras ante la anécdota, haciendo escarnio público de algún inoportuno desliz verbal de aquel sobre quien desean imponerse, mientras dejan sin atender lo fundamental.

Herir al prójimo está al alcance de cualquier necio, mientras que convencerle es un arte que sólo una élite es capaz de practicar y de esos, sólo unos pocos lo hacen con constancia, porque es agotador. Hasta el más noble y paciente se desfonda frente al majadero, argumentar, defender las tesis propias mediante la razón, es muy cansado; se necesita entrenamiento y mucha paciencia, ¿para qué vamos a invertir el tiempo y el esfuerzo necesarios para hacernos entender o, en el peor de los casos, dejarnos convencer, cuando podemos zanjar la cuestión con algún sarcasmo que deje al oponente a los pies de los caballos? 

Si echa un vistazo a los titulares de cualquier periódico, de información general o deportivo, o escucha la radio o ve la televisión, podrá observar el peso que se da a las declaraciones de tal o cual personaje que, si lo piensa fríamente, no deberían importarnos un rábano y, lo que es peor, si la declaración original no es lo bastante hiriente con el aludido, ya se encargará alguien de sacarle punta y explicarlo con ánimo de ofender. ¿No les parece que deberíamos empezar a cambiar esto antes de que la larga precampaña electoral nos termine de hundir en el desánimo?

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