El optimista inteligente y el pesimista tonto

Últimamente he leído algunos artículos que citan a Antonio Gramsci, ideólogo marxista fundador del Partido Comunista de Italia a principios del siglo pasado, y comentan su idea de que es necesario compaginar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. La Real Academia Española define pesimismo como propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable o sistema filosófico que consiste en atribuir al universo la mayor imperfección posible, otorgando al optimismo los términos justamente contrarios, favorable por desfavorable y mayor perfección por imperfección. No termino de ver la relación que ninguno de estos polos tiene con la inteligencia o con la voluntad. Sé que la frase de Gramsci no va por ahí, pero a mí me viene bien para lo que quiero proponer.

Atribuir a la inteligencia la propensión al pesimismo y adornar a la voluntad con optimismo son proposiciones perfectamente arbitrarias, igual que atribuir bondad a lo natural y maldad a lo artificial. Un tonto no tiene porqué ser optimista ni un listo pesimista, aunque la apariencia del tonto sea casi siempre de felicidad y el inteligente tenga habitualmente un rictus de preocupación. La infusión de cicuta, muy natural, es poco recomendable, en tanto que los antibióticos artificiales, sintéticos, salvan muchas vidas a diario.

Puede, por tanto, haber tontos pesimistas y tontos optimistas, listos optimistas y listos pesimistas y entre ellos toda una gama de estadios intermedios. Lo que sí me parece peligroso es un tonto ambicioso y optimista, pues no se detendrá ante nada, en pos de la meta que se proponga, sin pensar en los efectos de su actitud, convencido de que obra bien, en tanto que la persona inteligente, aún voluntariosa y optimista, sopesará sus posibilidades, los efectos de sus actos y actuará de la mejor manera posible, empleando la autocrítica tras cada decisión, para obtener el mejor resultado para sí y los demás.

Lo más razonable parece ser el realismo, que la R.A.E. define como forma de presentar las cosas tal como son, sin suavizarlas ni exagerarlas. Llamar a las cosas por su nombre sin eufemismos, es siempre la mejor receta para entender los problemas y acometer las soluciones. Querer disfrazar la realidad para aparentar que no pasa nada, que no hay problemas, para no sufrir el desapego de los fieles, para no herir a los que nos adulan, para que no nos abandone la gracia del electorado es pan para hoy y hambre para mañana, hambre para todos.

Tener voluntad de resolver los problemas es verdadero optimismo, mientras que sortear los problemas con recetas de manual de autoayuda, echando la culpa a los demás porque no arriman el hombro, buscando coartadas tras las que esconder la inactividad es verdadero pesimismo.

Hace falta inteligencia para salir de la actual situación, pero también hace falta valor para analizar la situación con realismo, viendo a la vez lo favorable y lo desfavorable, identificando lo que funciona, para preservarlo y lo que no marcha para cambiarlo, con rigor, igual que el cirujano limpia el tejido enfermo y deja el sano. El inteligente hace lo que debe, lo que se espera de él, es previsible, en tanto que el tonto es completamente imprevisible.

El pesimismo no es de la inteligencia ni el optimismo de la voluntad, el inteligente terminará siendo moderadamente optimista, mientras que el voluntarioso se cansará y abandonará su meta hundido en el pesimismo.

Por todo ello, creo que se equivocan quienes atribuyen a nuestro presidente un optimismo antropológico, creo que si le observamos detenidamente, si estamos atentos a sus palabras y a las de sus acólitos, nos daremos cuenta de que, en realidad, es un pesimista, aunque nunca diría que es tonto.


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