No quiero mirlos blancos en el jardín

A comienzo del verano, como cada año, una familia de mirlos toma posesión del madroño; se refugian en su espesura y, de cuando en cuando descienden a tierra para escarbar entre la hojarasca en busca de lombrices y pequeños insectos, o para beber y bañarse en la palangana de plástico, que a modo de fuente, he dispuesto para tal fin junto al tronco del arbusto, o para asaltar el frambueso en busca de sus bayas rojas. Su nido, que hasta la fecha ha sobrevivido al acecho incesante de las urracas, está en una grieta del muro, bajo el tejado, del cobertizo de un jardín vecino.

Al caer la tarde los mirlos se aproximan poco a poco al nido y, haciendo pereza por ir a la cama, se dedican a charlar, a pegar la hebra, a soltar el mirlo largo rato, incluso entrada ya la noche, empleando un alegre repertorio de trinos polisílabos, silbidos, chasquidos, siseos, gorjeos y otros sonidos que seguramente tendrán también su nombre en el diccionario, pero que yo desconozco; repertorio sonoro que inspiró a Paul McCartney la canción titulada “Blackbird” (mirlo), una de las que forma parte del álbum blanco de su banda británica. Sólo a veces he presenciado un clarísimo sonido de alarma, para comprobar como la advertencia venía seguida de la presencia, siempre inquietante para un ave que cría, del milano real que sobrevuela despacio su territorio en busca de alimento.

El elegante diálogo de los mirlos, de compleja melodía, tan pausado, armónico y refinado a veces, que se diría que debaten temas de importancia, y tan agitado y alegre otras, que pareciera que festejan algún acontecimiento feliz, contrasta con el bullicio estridente de los alborotados gorriones que, a veces, vienen a perturbar la paz bajo el madroño en cortas escaramuzas de varios machos compitiendo por alguna coqueta hembra.

Me gustan mucho estas aves, me gusta su porte, me parecen distinguidas y amistosas; dicen que son fáciles de domesticar y que amplían fácilmente su escala musical aprendiendo nuevos estribillos y otros sonidos, incluso el de la voz humana. Me gusta el profundo color negro de los machos, sobre el que destacan el amarillo de su pico y el del fino anillo que enmarca sus brillantes ojos y me agrada la discreción pardo-grisácea de las hembras.

Me gusta que los mirlos sean así, me gustan los mirlos vulgares y corrientes que escarban en mi jardín y lo mismo me pasa con las personas, aprecio a la gente normal, la que se afana en sacar adelante sus familias, su vida y su trabajo con naturalidad, la que se sube al autobús cada mañana y charla de sus cosas, la que acompaña a sus hijos al colegio, la que mira los precios en el supermercado para ahorrar algo de dinero, la que tiene tiempo para pasar un rato con sus amigos, charlando animadamente, caída la tarde, en torno a unas cervezas, haciendo pereza por ir a la cama.

Por eso desconfío del mirlo blanco, de esos seres de cualidades extraordinarias que muchos reclaman para que venga a arreglar nuestras vidas; no confío en esos líderes carismáticos, elegidos por aclamación de “300 dedazos del comité federal”, disfrazada de primarias, que han de precedernos en la larga marcha, no la de Stephen King, sino la de Mao Zedong, porque ya sabemos cómo terminan esas cosas. España necesita urgentemente un gobierno de gente normal, con sentido común, que se ocupe de los problemas de la gente, que escuche y dialogue, que aprenda de los demás, que esté libre de dogmatismos y que no venga a predicar catecismos laicos para salvarnos y guiarnos al paraíso terrenal por el camino de la progresía. No quiero mirlos blancos en el jardín.

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