Yo quiero tener un millón de amigos…
Así dice la popular canción del no menos popular Roberto Carlos, quien a sus 69 años y después de declarar por todo el mundo que quería un millón de amigos para así más fuerte poder cantar, se ha puesto a la tarea y va, en el momento de escribir estas líneas, por 212 en su espacio en internet, de modo que aún le faltarían 999.782 para alcanzar su meta; lo que ya no tengo claro es que, una vez alcanzada la cifra, pueda ponerles a cantar ni siquiera flojito.
Los amigos son un bien escaso y difícil de conseguir, no así los enemigos, que fácilmente se hacen y se encuentran en cualquier esquina. Relataba Francisco de Cossio, en su libro “Confesiones”, que D. Regino Martínez, chantre de la Santa Iglesia Metropolitana de Valladolid, que contaba con el favor del Cardenal Cascajares, y candidato seguro a Obispo, descubrió al morir su mentor sin que terminara de allanarle el camino episcopal, que todos los pelotas aduladores que se le arrimaban hasta entonces eran en realidad sus enemigos. Los amigos son los que están cuando tu mentor desaparece, son los que se quedan a tu lado cuando ya no eres nadie, son los que te tratan igual al día siguiente de una fuerte discusión, porque siempre estuvieron y seguirán estando a tu lado.
Tener amigos es muy difícil por una sencilla razón, para que alguien sea nuestro amigo debemos ser nosotros, en primer lugar, amigos suyos; si queremos que alguien aguante nuestras manías debemos aguantar las manías del otro y sólo lo conseguiremos cuando comprendamos que no somos perfectos, y que el otro tiene que soportarnos tanto o más que le soportamos a él. Por eso resulta mucho más fácil que se rompa una relación de pareja basada en el amor que el que fracase una verdadera amistad. Seguro que conoce más de un caso, igual que yo, en el que tras un encontronazo que parecia que daba fin a una amistad verdadera, los contendientes refrenaban sus pasiones y reanudaban su relación como si nada hubiera ocurrido, es más, con mayor fuerza y confianza que antes.
Pocas veces entendemos mejor la libertad que cuando estamos entre nuestros amigos, cuando podemos hacer y decir lo que nos parece sin temos a ser juzgados, porque esa es otra de las características de la amistad, que no se nos somete a juicio. Por eso el número de amigos es siempre muy reducido y tienen suerte los que pueden presumir de tener más de diez.
Pocas veces entendemos mejor la libertad que cuando estamos entre nuestros amigos, cuando podemos hacer y decir lo que nos parece sin temos a ser juzgados, porque esa es otra de las características de la amistad, que no se nos somete a juicio. Por eso el número de amigos es siempre muy reducido y tienen suerte los que pueden presumir de tener más de diez.
Las llamadas “redes sociales”, de moda en internet, permiten mantener la relación en la distancia y recuperar a amigos con los que perdimos el contacto, porque la vida nos separó, pero también han rebajado el concepto de amistad a una etérea relación entre personas que apenas se conocen y que compiten por tener una cartera de amigos lo más numerosa posible, como si esa supuesta popularidad satisficiera algún déficit personal, en la búsqueda de consuelo, mediante la frágil notoriedad que otorga la facilidad para establecer relaciones en la red.
Ni una lista de nombres es una lista de amigos, ni ser popular es ser querido. Conocer a los que le conocen a uno es tan difícil que sólo es posible para conjuntos reducidos de personas, si quiere hacer la prueba, trate de poner a sus mil, o a sus dos mil, o a su millón de amigos de “Facebook” a cantar y verá como la canción resulta, cuando menos, incomprensible.