“Aversio a Deo”
“Aversio a Deo et conversio ad creaturas”, esta es la definición clásica de pecado que, expresada literalmente en castellano significa “aversión a Dios y conversión a las criaturas”; siguiendo la tradición de la Iglesia, la expresión se refiere al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios y su ley [aversio a Deo], prefiriendo volverse a sí mismo o a alguna realidad creada y finita contraria a la voluntad divina [conversio ad creaturas].
Ser ateo, agnóstico, descreído o lo que eufemísticamente conocemos como “católico no practicante”, no representa necesariamente un acto libre y consciente de rechazo de Dios, del mismo modo que militar en la Iglesia tampoco significa que se esté libre de pecado. El alma de cada uno, según la fe cristiana, sólo es visible para Dios y, por ello, no debe ser juzgada por los hombres. Si respetáramos este principio tan sencillo, aquel mandato de no juzgar si no queremos ser juzgados, la convivencia se libraría de uno de sus mayores obstáculos, el que se construye sobre la idea de que somos mejores que los demás y, por tanto, podemos y debemos corregir el comportamiento del prójimo por cualquier medio a nuestro alcance, incluso la violencia.
Desgraciadamente la historia, desde el principio de los tiempos, está cuajada de momentos en los que la religión se ha confundido con el poder político y los gobernantes, en nombre de Dios, pero en una especie de “conversio ad creaturas” institucional y colectiva, se han lanzado a la guerra “santa” y la persecución cruel del hereje de turno en busca de su exterminio y, como a cada acción le sigue una reacción, los descendientes de aquellos oprimidos se han empleado con ahínco y furia desorbitada a la caza de sus contemporáneos religiosos.
En el aparentemente pacífico y civilizado occidente se vive un equilibrio relativamente inestable, que permite convivir con respeto, algo más que figurado, a ciudadanos que profesan diferentes credos con quienes afirman no seguir ninguno, pero en las fronteras de nuestro mundo aún hay muchos millones de seres humanos sometidos a las versiones más crueles del amor a Dios institucional, sometidos a regímenes que se creen obligados a castigar la ofensa al Creador con la muerte del blasfemo, hurtando así a Dios su papel de juez.
España tiene aún memoria reciente de la feroz persecución que sufrió la Iglesia Católica durante la segunda república y de la represión que, como reacción, sufrimos durante la dictadura. Aún no hemos alcanzado ese equilibrio en el que católicos y no católicos podamos mirarnos con confianza, sin que la Cruz que veneramos unos sea una ofensa para los otros. Esta “aversio a Deo” ibérica tiene esa particularidad y quizá a eso se refería Benedicto XVI cuando en una entrevista concedida a los medios, en su vuelo por España, hablaba del anticlericalismo moderno y de los años 30. Muchas voces se han elevado desde entonces para criticar esas palabras, incluso desde dentro de su propia grey, unos han hecho aparente su desacuerdo de forma moderada, en tanto que otros han aprovechado para rasgarse las vestiduras ante tal reflexión, aderezándola con suficiente exageración y apelando a manidos atavismos para oponerse al Papa y a los fieles que le han recibido en su visita apostólica.
Queda aún un largo camino para que nos miremos unos y otros, si no con confianza, al menos con respeto, para que dejemos de juzgarnos, pero es un camino que debemos andar si no queremos repetir la historia una y otra vez.
Totalmente de acuerdo.