Sobre la serenidad que requiere el tomar decisiones

Un tenue palio tejido de agujas de pino cubre la ruta, tamizando los rayos del sol que, jugando con la brisa, dibujan un mosaico vivo, fluido, de luces y sombras sobre el suelo a los pies del caminante. En los márgenes de la carretera,  violetas,  botones de oro, narcisos, margaritas y fresas silvestres alegran el paseo. El aire es limpio, fresco, perfumado de resina y hongos. El murmullo del agua pura y cristalina, que desciende por el valle, pone la melodía a un concierto disonante compuesto por los alegres gorjeos de los huidizos herrerillos y carboneros y los trinos de los verdecillos que, en un frenético cortejo, se persiguen de árbol en árbol; sólo el petirrojo permanece insolente, defendiendo el terreno desde una arbusto mientras nos acercamos, antes de saltar sobre una roca para continuar su desafío; más lejos, se escucha el tableteo del picapinos, que reclama la atención de alguna hembra para formar pareja. Aquí y allá se puede sorprender a alguna atareada ardilla que corretea entre las ramas, afanada en disponer su nido y siempre a lo lejos y con mucha suerte, podremos ver algún ciervo que se detiene un instante a observarnos antes de reintegrarse en la espesura. Dicen que hay lobos, pero estas criaturas del bosque, si nos han visto u olido, difícilmente se mostrarán ni se harán sentir y sólo los ojos expertos verán el rastro que delataría su presencia. Arriba, en lo alto, algunos buitres se enseñorean del cielo, con permiso del águila imperial que aún se resiste a desaparecer.

Según ascendemos por cualquier vereda de la extensa Sierra de Guadarrama, algún recodo del camino nos deja echar la vista atrás para descubrir un horizonte casi infinito, poblado de suaves ondulaciones que, a modo de edredón parcheado de ocres y verdes, constituye un paisaje que en la lejanía parece homogéneo, propio de la extensa meseta cerealista que constituye el corazón de nuestra tierra, pero que está lleno de rincones diferentes, igualmente atractivos, que esperan otros pies que los recorran.

Mientras los sentidos gozan con lo que ofrece el entorno, la tranquilidad del paseo invita a dejar vagar la mente en busca de los pensamientos que el ajetreo cotidiano nos hurta y esconde en profundos recovecos entre los pliegues de nuestro encéfalo, para que no nos distraigamos de nuestras responsabilidades rutinarias. Los segovianos tienen la suerte de tener muy cerca este desahogo natural y muchos lo disfrutan con infinito respeto, sabedores de que el paisaje nos devolverá el mismo trato que nosotros le demos, con permiso de las invasiones estacionales de turistas que, ávidos de emociones urgentes, forman tumultos que les alejan de la paz que se le ofrece al caminante solitario.

En nuestra tierra sobreviven aún antiguos modos de vida y usos de la tierra que han permitido que conservemos rincones de gran riqueza natural, y es necesario que nos comprometamos en transmitir este legado de nuestros antecesores en mejor estado del que lo recibimos, para que las futuras generaciones de segovianos dispongan de lugares en los que perderse para dejar que su mente pause y reencuentre los pensamientos serenos que les permitan vivir con la tranquilidad que hemos vivido nosotros.

Me gustaría invitar a todos, especialmente a aquellos que tienen responsabilidades en el gobierno de nuestras vidas y haciendas, a que se den algún paseo en solitario, o acompañados de algún amigo leal, no de un pelota adulador, por cualquier senda de las que ascienden por las laderas de la sierra próxima para que, al reencontrarse con el resultado del respeto milenario del hombre por su entorno, descubran que las cosas pueden hacerse mejor y que las decisiones han de tomarse con serenidad, sopesando las consecuencias y recordando que tenemos responsabilidad, no sólo sobre lo inmediato, sino sobre lo que vendrá, cuando el eco de nuestros pasos en el bosque no sea ya ni siquiera un recuerdo.

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