De Rodinia a Cataluña

Leo que ciertos expertos de la Universidad de Cambridge han concluido que la Tierra es 70 millones de años más joven de lo que se venía suponiendo; sólo tiene, millón de años arriba o abajo, 4.467.000.000 de años. Según estos científicos, el parto que dio lugar al planeta que habitamos habría durado 100 millones de años, vamos, lo que se conoce como “una horita corta”. Desde el momento en que el hoy planeta azul tomó forma, su capa externa, la más delgada, se fue enfriando y solidificando y, sometida a intensas fuerzas provocadas por el calor del interior, se ha venido comportando como un gran puzle que se ha descompuesto una y otra vez para volver a reunirse incansablemente. Sólo conocemos las huellas de las últimas ocasiones en que todas las piezas encajaron, hace 1.100 millones de años, formando el gran continente Rodinia, antes de volver a romperse en pedazos hace unos 750 millones de años; 150 millones de años después los fragmentos volvieron a reunirse en el supercontinente Pannotia, que se mantuvo unido sólo 60 millones de años. La última vez que todas las piezas encajaron ocurrió hace 300 millones de años, cuando se formó Pangea, que tras empezar a descoyuntarse al comienzo del conocido Jurásico, ha ido desgajándose hasta llegar a nuestros días. El proceso continúa, lento pero inexorable, camino de otra lejana reunión.

Mientras la corteza terrestre se unía y separaba, la vida se abría paso y colonizaba cada rincón de la Tierra; una y otra vez enormes catástrofes hacían desaparecer casi por completo a todos los seres vivos, pero ella, obstinada, volvía a empezar con nuevos y distintos seres una y otra vez.

Ante la magnitud de la escala temporal en la que sucedía todo esto, el origen del Homo sapiens sapiens, en África Oriental entre hace 100.000 y 200.000 años, apenas es un instante sin importancia. Los humanos modernos llegaron a la tierra que hoy llamamos Europa hace unos 40.000 años. La colonización de Europa implicó la sustitución paulatina del Hombre de Neandertal, hasta su extinción hace 27.000 años, por el de Cromañón, nuestro abuelo.

Este pequeño periodo de la historia de la tierra, el que atañe al hombre,  puede admirarse en el recientemente inaugurado Museo de la Evolución Humana de Burgos. La contemplación de lo que allí se muestra, más la meditación sobre el origen y evolución de la vida y del planeta que la sostiene, debería influir sobre nuestro pensamiento y hacernos mucho más humildes. No se necesita profundizar mucho en el conocimiento de nuestra historia geobiológica para darnos cuenta de que ni mucho menos somos los reyes de la Naturaleza, si acaso, somos una anécdota en este enorme proceso de destrucción y reconstrucción con el que el planeta se reinventa en un ciclo sin fin.

Ante la magnitud de los acontecimientos, apenas resumidos en este escrito, me resulta completamente imposible entender como alguien puede pensar que el resultado de todo este proceso pueda terminar con algo tan irrelevante, comparativamente hablando, como que Cataluña o Cerdeña, da igual, sean una nación. Creo que el nacionalismo, así planteado, no es más que el resultado de una enorme falta de perspectiva de quienes lo promueven.

De Rodinia a Cataluña no hay un camino, ni siquiera es una escala, apenas somos un destello casi sin brillo, una bengala fallida disparada desde un bote a la deriva en una singladura interminable. Cataluña, como el resto de los territorios y de los seres vivos que los habitan, desaparecerá en el siguiente ciclo geológico y no dejará huella. ¿Merece la pena gastar tanto tiempo, trabajo, dinero, energía y vida en la consecución de algo tan efímero, en lugar de luchar todos juntos por construir un futuro común?


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