La magia del placebo

El común de los mortales parece dispuesto a creer en cualquier cosa con tal de sentirse mejor. No sé si los ciudadanos de los países desarrollados han abandonado la religión, pero de lo que sí estoy seguro es de que de ningún modo han abandonado la fe; no importa si existe algún fundamento detrás de una promesa de salud, amor o felicidad, si creemos en ella alcanzaremos la recompensa, estamos dispuestos a creer cualquier cosa; es como si tuviéramos una necesidad innata de respuestas positivas ante cualquier problema que se plantee en nuestras vidas, sea cual sea la explicación que recibamos. Esta necesidad de respuestas afecta a personas de toda condición, ni la educación más esmerada, ni el conocimiento más enciclopédico han librado a nadie de caer en la tentación de poner, en algún momento de su vida, sus esperanzas de mejora en talismanes, supercherías u otras muletas químicas o psicológicas.

Mucha gente, para su desgracia, está dispuesta a echarse en las manos de cualquier charlatán que le ofrezca un poco de felicidad. Mucha gente prefiere acudir al curandero que le recomendó una vecina, antes que al hospital y muchos ciudadanos prefieren una promesa vana de felicidad y bienestar difundida por un gurú antes que enfrentarse a un futuro incierto.

Una píldora de azúcar que se hace pasar por medicamento, una coreografía “chamánica” representada ante un enfermo para limpiar sus “chacras”, un trago de agua de determinada fuente, una inyección de suero fisiológico cuya composición se mantiene en secreto, una pulsera inerte rodeada de palabrería pseudocientífica..., obran el milagro, tienen un efecto significativo al medirse en el laboratorio. Se comprueba que si alguien cree en algo falso con la fuerza suficiente, puede terminar por hacer que se convierta en algo real. Es el conocido efecto placebo, palabra que procede del latín “placere”, que de hecho significa complacer, ¡el que no quiera complacer y ser complacido que levante la mano!

La magia del placebo es bien conocida en la ciencia, y se sabe que es muy eficaz en determinados casos para aplacar los síntomas de la enfermedad sin necesidad de recurrir a fármacos, pero también se sabe con certeza que los placebos no curan. Tratar de curar una enfermedad únicamente mediante placebos sólo conduce a alargar la agonía y, en el peor de los casos, a progresar en la enfermedad hasta límites irreversibles. Es una huida hacia adelante y eso no es más que un aplazamiento de la sentencia. Al final, ni siquiera una terapia acertada podrá curar la enfermedad e incluso el remedio podría ser ya perjudicial, lo que se conoce como efecto “mocebo”.

El buen médico, sin embargo, reconoce los síntomas del enfermo y actúa con diligencia en el diagnóstico, debe saber explicar con claridad al paciente cual es su verdadera situación clínica y hacerle entender, sin falsas esperanzas, cuáles son sus alternativas terapéuticas, qué ha de hacer y qué no, para sanar de su enfermedad; y todo esto lo hará con cercanía al enfermo, con cariño y con cuidado de no debilitar su moral, para que deposite en su labor la necesaria confianza que le ayude a recibir el tratamiento.

Lo que observamos en medicina, se traslada fácilmente a otros ámbitos de la vida, como la política; sólo en ese contexto puedo explicarme como aún hay millones de personas en España dispuestas a apoyar una ideología pseudoredentora antes que caer del burro y ponerse en manos de un especialista. Sólo en ese contexto puedo explicarme que el actual Presidente del Gobierno, con su política “mocebo” se mantenga aún en su puesto.
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