Historias del ferrocarril

En mi época de estudiante, para volver a casa en los periodos vacacionales, tenía que tomar un tren expreso nocturno hasta Medina del Campo; solía llegar a la cuna de los reyes de Aragón hacia las cinco y media de la mañana, para allí coger el primer tren de cercanías que, aproximadamente una hora más tarde, salía hacia Segovia. Era un viaje largo e incómodo, pero la juventud y la emoción de la vuelta a casa y el reencuentro…, lo convertían en un viaje anhelado.

La mayor parte de ese primer tramo del trayecto lo entretenía en el pasillo, fumando y oteando en la oscuridad las primeras luces del alba, a veces charlando con el revisor, que tenía en su cabina una caja de metal en la que se enfriaban con hielo cervezas y refrescos que vendía a los pasajeros y que hacían el viaje algo más llevadero.  En el fondo me gustaban aquellos trenes viejos, que en su violento traqueteo sobre vías de hierro que reposaban en traviesas de madera, parecía que en cualquier cambio de agujas se fueran a desvencijar por la fatiga del camino. Eran trenes sucios que despedían un olor penetrante, mezcla de creosota, innumerables estratos de humo de tabaco adheridos a todo, herrumbre y humanidad.

Ya en Medina solía descender solo del tren y me quedaba en la estación desierta, alejada del centro de la ciudad, sin más entretenimiento que mis propios pensamientos, esperando la llegada del tren azul y amarillo que me llevaría a mi destino. Era un tren largo que casi siempre venía vacío y, muchas veces, me recogía a mí como único pasajero.

Con las incipientes luces del amanecer hacíamos la primera de una interminable lista de paradas en Pozal de Gallinas, faltaban ya menos de dos horas. Desde este tren ya se podía disfrutar del alba en el paisaje familiar de Segovia, distinto en cada época del año, pero siempre austero en sus manifestaciones. Al final del trayecto resultaba emocionante ver como se acercaba la silueta dorada de la catedral iluminada por el primer sol, que anunciaba la proximidad del destino; vista desde el tren, parecía una nave solitaria en medio de las cebadas agitadas por la brisa matinal, como navegando a la deriva por el mar de Castilla. En seguida llegábamos a la vieja estación “cul de sac” de Segovia y las incomodidades del viaje se desvanecían en el abrazo de la bienvenida.

Quedan lejos aquellos viajes, en 1992 el Ave hizo su aparición en escena, cambiando traqueteo por silencio, incomodidad por confort, retrasos históricos por veloz puntualidad, olor indescriptible por aire acondicionado y latas de refrescos por sofisticadas cafeterías. El viejo tren ya había comenzado su decadencia y así, el 25 de septiembre de 1993, 109 años después de su apertura, se cerró la línea que unía Segovia con Medina.

Segovia se ha incorporado recientemente al nuevo transporte ferroviario, con más luces que sombras, pero sombras que habrá que ir despejando mejor antes que después. Me gustaban aquellos viajes largos e incómodos en los viejos coches de Renfe, pero no los echo de menos, no soy de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor; los estudiantes y muchos de los trabajadores que viajan ahora a diario en tren desde Segovia a Madrid no conocieron aquel viejo ferrocarril, no sufrieron aquellos molestos  traqueteos ni las fatigas del largo periplo; tienen sus propias quejas, sufren otros problemas y reclaman justamente la atención de las autoridades para que les den respuesta. Creo que deben ser atendidos, pues a cambio ya no disfrutarán de las vistas de la catedral al amanecer, salvo que emprendan viaje hacia el norte, pero ya no es lo mismo. 

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