Disculpe, ¿le importa a usted que fume?
Hace tiempo cayó en mis manos un “manual de urbanidad y buenas costumbres”, firmado en 1.853 por el venezolano Manuel Antonio Carreño Muñoz; el manual debió alcanzar cierta fama en su tiempo y tuvo gran relevancia en América y en el resto del mundo como referente de las buenas costumbres. Puede parecer que la sociedad de mediados del siglo XIX tiene poco que ver con la nuestra y, de hecho, la lectura de ciertos capítulos del manual de Carreño resulta chocante, aunque muy útil para entretener sobremesas entre amigos por lo anacrónico de alguna de sus recomendaciones, especialmente en lo relativo a las mujeres: “Las mujeres deben asimismo procurar cubrir decentemente su cuerpo y velarse el rostro, según el consejo de San Pablo” o por lo hilarante de algunas detalladas explicaciones sobre necesidades corporales: “es sumamente descortés dejar salir ventosidades, por arriba o por abajo, aunque sea sin ruido, al estar en compañía; es vergonzoso y feo hacerlo de manera que pueda ser oído por los otros”, pero otros consejos, a pesar de lo anticuado de su formulación, han mantenido cierta vigencia en el fondo hasta no hace mucho, como la advertencia de D. Manuel de que resulta un hábito de mal gusto “fumar en la calle o hacerlo sin haber pedido permiso a los presentes, especialmente a sabiendas de que el olor a cigarro puede ofender o incomodar a alguien (…) jamás debe fumarse entre personas que no estén dispuestas a fumar también en el mismo acto, en un caballero el fumar delante de una señora es hacerle una ofensa; y en el inferior es una falta de respeto al superior”.
Recuerdo de mis tiempos de fumador, feo vicio que abandoné al tercer intento y no sin sufrimiento, hace ya quince años, que era costumbre entre nuestro gremio el solicitar permiso para encender un cigarrillo con la fórmula “¿le importa a ud. que fume?” o similar, siempre que lo fuéramos a hacer en presencia de otras personas, especialmente en un lugar cerrado. No se necesitaban más normas, era una simple cuestión de buena educación, una educación heredada, aprendida del ejemplo de los demás y que no se ponía en cuestión.
Desde aquel 1.853 las costumbres han cambiado mucho y, por el camino, la educación ha ido perdiéndose; lo que antes eran fórmulas de cortesía habituales, como ceder el asiento, el paso o la acera a una persona mayor, se han convertido en hechos raros que ya nadie espera. En los transportes públicos es corriente ver a jóvenes cómodamente sentados mientras señoras cargadas con pesadas bolsas de la compra pasan las de Caín para mantener su precario equilibrio hasta que alguien de mediana edad decide cederles el asiento.
Esa educación extracurricular que se recibe fuera de las aulas, a través de la vida, de la sociedad y de la familia, la que los pedagogos llaman educación informal, es la que ha venido regulando determinados aspectos del comportamiento humano hasta que la sociedad ha desistido de ese deber; una sociedad que renuncia a educar y una familia que se exime de intervenir conducen a un estado paternalista, sobre-regulador y sobre-protector.
Cuando una sociedad pierde las formas, siempre aparecen representantes de un fariseísmo redivivo para promulgar un renovado Levítico, lleno de normas que obliguen a los demás, olvidando que “el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”. Lo que antes era terreno de la educación, pasa a ser coto de lo penal, por mor de una proliferación excesiva de normas y leyes que son fruto de la naturaleza intervencionista de un gobierno que desconfía de sus ciudadanos y que ha renunciado a la buena educación. Qué quieren que les diga, a mí me gustaba más cuando fumar, o no, en un determinado lugar dependía simplemente del respeto, la cortesía y la respuesta a la educada pregunta: Disculpe, ¿le importa a usted que fume?
Recuerdo de mis tiempos de fumador, feo vicio que abandoné al tercer intento y no sin sufrimiento, hace ya quince años, que era costumbre entre nuestro gremio el solicitar permiso para encender un cigarrillo con la fórmula “¿le importa a ud. que fume?” o similar, siempre que lo fuéramos a hacer en presencia de otras personas, especialmente en un lugar cerrado. No se necesitaban más normas, era una simple cuestión de buena educación, una educación heredada, aprendida del ejemplo de los demás y que no se ponía en cuestión.
Desde aquel 1.853 las costumbres han cambiado mucho y, por el camino, la educación ha ido perdiéndose; lo que antes eran fórmulas de cortesía habituales, como ceder el asiento, el paso o la acera a una persona mayor, se han convertido en hechos raros que ya nadie espera. En los transportes públicos es corriente ver a jóvenes cómodamente sentados mientras señoras cargadas con pesadas bolsas de la compra pasan las de Caín para mantener su precario equilibrio hasta que alguien de mediana edad decide cederles el asiento.
Esa educación extracurricular que se recibe fuera de las aulas, a través de la vida, de la sociedad y de la familia, la que los pedagogos llaman educación informal, es la que ha venido regulando determinados aspectos del comportamiento humano hasta que la sociedad ha desistido de ese deber; una sociedad que renuncia a educar y una familia que se exime de intervenir conducen a un estado paternalista, sobre-regulador y sobre-protector.
Cuando una sociedad pierde las formas, siempre aparecen representantes de un fariseísmo redivivo para promulgar un renovado Levítico, lleno de normas que obliguen a los demás, olvidando que “el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”. Lo que antes era terreno de la educación, pasa a ser coto de lo penal, por mor de una proliferación excesiva de normas y leyes que son fruto de la naturaleza intervencionista de un gobierno que desconfía de sus ciudadanos y que ha renunciado a la buena educación. Qué quieren que les diga, a mí me gustaba más cuando fumar, o no, en un determinado lugar dependía simplemente del respeto, la cortesía y la respuesta a la educada pregunta: Disculpe, ¿le importa a usted que fume?