El tamaño de la Luna

Desde el punto de vista científico tenemos muchos datos relativos al satélite que, en una perfecta sincronía, cada 28 días realiza un giro completo alrededor de nuestro pequeño planeta. Sabemos casi todo sobre sus magnitudes físicas, su origen, su evolución, su composición y su cartografía; conocemos perfectamente cómo influye en las mareas, en las cosechas de nuestros campos o en la fertilidad de los mamíferos y otros ciclos físicos y biológicos que se repiten en la Tierra; incluso hemos estado allí unas cuantas veces, hemos puesto el pie en su superficie, de un modo solemne la primera vez y rutinariamente después, para comprobar que este inspirador astro, hasta en su misteriosa cara oculta, es en realidad un lugar polvoriento e inhóspito, acribillado por meteoritos y carente de todo romanticismo.

Sabemos mucho pero, por alguna razón, nos resistimos a verla como es en realidad y preferimos admirarla, contemplar su hermosura y disfrutar de un paseo a la luz del plenilunio; no podemos resistir la tentación de tocar levemente con el codo a nuestra pareja para llamar su atención mientras, pasmados ante el enorme tamaño que adquiere cuando sale por el horizonte cualquier noche clara, proferimos alguna interjección de admiración. Es inútil que nos expliquen que el tamaño de la Luna no es el que percibimos, que el cerebro nos engaña y que lo que vemos es el producto de un error en la percepción de las distancias; una compleja explicación del efecto “ponzo” o de la ley de Emmert, dictada por algún aguafiestas dispuesto a estropear la magia, nos deja fríos mientras encandilados, gozamos con el espectáculo cotidiano que nuestro satélite nos brinda.

A veces tengo la sensación de que cuantas más respuestas nos ofrece la Ciencia sobre lo que nos rodea, cuanto más conocemos del mundo en el que vivimos, más necesidad tenemos de magia y más dispuestos estamos dejar que nuestro cerebro cree ilusiones con las que recrearnos. Algunas son tan fuertes que es imposible dejar de verlas, como en el caso de la Luna, así que ¿para qué saber la verdad? ¿no será mejor seguir creyendo que la Luna es enorme cuando inicia su recorrido por el cielo? Yo creo que sí; lo confieso, me encanta Selene y seguramente reincidiré en el hábito de llamar la atención de quienes me acompañen cada vez que asome la Luna, sin importar cuantas veces lo haya hecho antes, y me pararé un momento a compartir el espectáculo, aun siendo perfectamente consciente de que lo que veo es una creación de mis neuronas.

Dejarse engañar es muchas veces más cómodo que buscar la verdad, pero no siempre es inocuo, como en el caso del tamaño de la Luna, generalmente tiene consecuencias. Es muy cómodo pensar que el presidente del gobierno de una nación, por ejemplo el nuestro, es alguien muy preparado y capaz, que si no consigue mejorar nuestras condiciones de vida, incluso si vivimos peor que antes de que alcanzara el poder, se debe a algún tipo de conjunción astral entre los malvados especuladores internacionales y la pérfida oposición de derechas. Preferimos seguir engañándonos, dejar que nuestros cerebelos construyan cuentos que justifiquen nuestros sentimientos, antes que aceptar la realidad. Difícilmente admitiremos que quien dirige la nación es un tipo como nosotros, que alcanzó su puesto de modo más o menos fortuito, ocupando el hueco que otros dejaron y que lo está haciendo mal, porque sería admitir que estuvimos equivocados cuando le aupamos al poder con nuestros votos.

Mirar a la Luna es, mientras las autoridades sanitarias no digan lo contrario, que en España nunca se sabe qué será lo próximo que prohíban, completamente inofensivo; dejarnos seducir por su tamaño aparente resulta incluso una actividad gozosa, pero dejar que nuestro cerebro se engañe, pensando que el presidente del gobierno es más de lo que es, resulta un ejercicio muy arriesgado, y aquí conviene no dejarse traicionar por el tamaño de la Luna.


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