El zapatero y el rey. Derechos de autor

La apacible figura en bronce del autor del drama en cuatro actos, titulado “El zapatero y el rey”, ve pasar, inmóvil en su alhamí de piedra rosa de Sepúlveda anclado en la calle a la que da nombre, a las gentes de Segovia en pos de sus afanes diarios, ajenas a las vicisitudes que el poeta laureado de España hubo de pasar para satisfacer sus más elementales necesidades cotidianas.

Relataba el Académico de la Lengua, José Zorrilla, sus cuitas íntimas a su amigo, confidente y asistente, Esteban López Escobar, en cartas llenas de cariño y confianza, en las que daba cuenta de sus padecimientos físicos, morales y económicos, mientras se quejaba de los muchos homenajes y celebraciones que recibía y de los que no sólo no obtenía provecho alguno, sino que le estorbaban el tiempo de trabajar para ganarse el pan con dignidad. El rey Alfonso XII impuso a José Zorrilla la medalla de académico el 31 de mayo de 1885 y 21 días más tarde el “poeta que simboliza las glorias y las tradiciones de España” escribía a su querido Estebanillo: “el 29 va a hacer un mes que estoy aquí y jamás como ahora me he visto aburrido, triste, enfermo y abandonado. Está, sin duda, de Dios que el dinero y yo andemos siempre como las antípodas: opuestos el uno al otro (…) sin dinero y sin poder trabajar para ganarlo por el sinnúmero de visitas, comidas, almuerzos, veladas y jerigonzas inútiles e improductivas”.

El mismo soberano que impuso al poeta la medalla de académico, había sancionado el 10 de enero de 1879, y así lo publicó la Gaceta de Madrid el día 12 de ese mismo mes, la Ley de la Propiedad Intelectual, 39 años después de su primer éxito teatral, el que da título a este escrito, y 35 años después de la publicación de la primera edición de Don Juan Tenorio. Pese a la fenomenal popularidad que había alcanzado la obra inspirada por El Burlador de Sevilla, Mujamed Abú Abdilá, rey chiquito de Granada, como firmó alguna de aquellas cartas, no podía cobrar derechos de autor ya que, por contrato, eran propiedad de su editor, Manuel Delgado.

Muchos años después del fallecimiento de José Zorrilla y Moral, la escultura en aleación de cobre y estaño del insigne poeta vallisoletano, recibe una vez más el homenaje popular y, sentado junto a la Teresa Fernández de la Vega, se pierde en sus metálicas ensoñaciones, quizá recordando la pensión prometida que le negó el Senado de entonces o, levantada la vista del libro que reposa en sus rodillas y perdida la mirada en el escaparate de un comercio de moda segoviano, tal vez se pregunta cómo habrá de satisfacer “la deuda de la ropa que me tuve que hacer para entrar en la Academia”. Mientras, en la cuna de Cervantes, según publican varios diarios, el Consistorio de Alcalá de Henares satisface puntualmente el canon que la SGAE le impone por la representación del Don Juan Tenorio, que cada 1 de noviembre, desde hace más de veinticinco años, se disfruta en su teatro.

Contrastan las penurias y estrecheces que hubo de pasar uno de los más aclamados poetas románticos de España, al no poder obtener la justa retribución por sus obras, con la voracidad recaudadora de las modernas asociaciones de gestión de derechos de autor que, con un celo excesivo y en régimen de monopolio, según la Comisión Nacional de la Competencia, imponen un canon por cada folio de papel, por cada aparato electrónico, por cada local en el que un grupo de parroquianos pudiera encender una radio, por lo que se hace y por lo que no, mediante un impuesto preventivo que pagamos indiscriminadamente todos por casi cualquier cosa que adquiramos, con independencia del uso a que la destinemos; somos todos sospechosos y, por si acaso cometemos una infracción y no nos pillan, nos cobran por adelantado; claro, que si nos pillaren, también nos cobrarían.

¿No habrá una manera mejor y más justa de honrar a los creadores, músicos, escritores y artistas, recompensando dignamente su labor? Hace falta una nueva normativa que garantice la debida protección de los autores, basada en el uso efectivo de las obras y en los nuevos modelos de negocio propios de la economía moderna, inmersa en la revolución digital, que incentive la creación y la disponibilidad universal de la cultura, pero que no estrangule la libertad de los ciudadanos. Creo que en esta época de desencuentros hay un amplio consenso sobre este asunto que no debemos desperdiciar, tres millones de firmas presentadas en el Congreso lo avalan.

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