¡Pobrecilla! Morir pantoponada
Mirando la limpia pantalla de un afamado buscador de Internet, abierto sin más motivo que el de ser la página de inicio de mi navegador favorito, me ha dado por escribir “personas ocurrentes”, con la esperanza de encontrar tres o cuatro biografías de personajes interesantes con las que entretener la mañana del sábado; para mi sorpresa, antes de los resultados, el buscador, que se las da de listo, me reconviene indicándome “Quizás quiso decir: personas coherentes”. Es evidente que no, yo buscaba personas ocurrentes, pero la advertencia me ha dado que pensar ¿se contraponen coherencia y ocurrencia como lo hacen izquierdas y derechas? Me pregunto si quienes creemos que pertenecemos al centro político, reformista o no, ocuparemos también el fiel de la balanza entre la ocurrencia y la coherencia; supongo que la respuesta a esa pregunta será radicalmente distinta según quien la dé.
La ocurrencia depende más del ingenio que del método, siendo una manifestación de inteligencia que se agarra a la heterodoxia para resolver las situaciones problemáticas, fiando parte de la expectativa de solución a la fortuna. No se es más inteligente cuando se elige la planificación o se defiende la coherencia, que cuando se aplica la ocurrencia, sino cuando se sabe elegir adecuadamente entre ambos caminos. Abandonar la coherencia es sano a veces, pues no todos los caminos emprendidos con la adecuada planificación terminan donde esperamos, y no pocas veces la ocurrencia, como el pantopón, es beneficiosa, siempre que se administre en la dosis adecuada, pero también como el pantopón puede ser mortal si se excede la dosis, como le sucedió a la pobre Doña Andrea de “los ladrones somos gente honrada” de Jardiel Poncela.
Tampoco se es mejor, siento comunicárselo, simplemente por ser de izquierdas o de derechas; no existe la supuesta superioridad moral de la izquierda, como tampoco aferrarse a la derecha le asegura a uno el éxito ético. A vista de pájaro los radicalismos afortunadamente van desapareciendo y las fronteras ideológicas se desdibujan para dejar fluir al sentido común entre ellas, pero si nos acercamos a tierra vemos que aún subsisten muchos casos particulares que se resisten, como la aldea gala, a la invasión del sentido común y pretenden sobrevivir a base de ocurrencias ideológicas cuyo único fin es asegurar la propia existencia.
La España actual es un caso claro, sufrimos un gobierno ocurrente que se escuda en una etiqueta en la que se lee un sello “somos de izquierdas”, y que, usada a modo de patente de corso, les faculta para circular por los más curiosos vericuetos políticos, en los que una cosa y la contraria están bien y mal al mismo tiempo. El gobierno hace malabares con el embudo de modo que su parte ancha unas veces toca de un lado y otras de otro sin el menor pudor, y justifica cualquier acto sobre la marcha sin mirar ni un instante atrás. Ya lo dijo el otrora alabado y ahora denostado Joaquín Leguina: “podemos concluir –poniendo así fin a toda discusión sobre el deslinde entre izquierda y derecha- que es de izquierdas –y sólo de izquierdas- todo aquello que sale de la preclara mente de Rodríguez Zapatero”.
La penúltima ocurrencia que se nos ha prescrito, consistente en bajar los límites de velocidad en autopistas y autovías a ciento diez kilómetros por hora, es otra más que eleva la dosis. Ojalá no tengamos que decir de España lo que se dijo de Dª. Andrea: “¡Pobrecilla! Morir pantoponada...”.
La ocurrencia depende más del ingenio que del método, siendo una manifestación de inteligencia que se agarra a la heterodoxia para resolver las situaciones problemáticas, fiando parte de la expectativa de solución a la fortuna. No se es más inteligente cuando se elige la planificación o se defiende la coherencia, que cuando se aplica la ocurrencia, sino cuando se sabe elegir adecuadamente entre ambos caminos. Abandonar la coherencia es sano a veces, pues no todos los caminos emprendidos con la adecuada planificación terminan donde esperamos, y no pocas veces la ocurrencia, como el pantopón, es beneficiosa, siempre que se administre en la dosis adecuada, pero también como el pantopón puede ser mortal si se excede la dosis, como le sucedió a la pobre Doña Andrea de “los ladrones somos gente honrada” de Jardiel Poncela.
Tampoco se es mejor, siento comunicárselo, simplemente por ser de izquierdas o de derechas; no existe la supuesta superioridad moral de la izquierda, como tampoco aferrarse a la derecha le asegura a uno el éxito ético. A vista de pájaro los radicalismos afortunadamente van desapareciendo y las fronteras ideológicas se desdibujan para dejar fluir al sentido común entre ellas, pero si nos acercamos a tierra vemos que aún subsisten muchos casos particulares que se resisten, como la aldea gala, a la invasión del sentido común y pretenden sobrevivir a base de ocurrencias ideológicas cuyo único fin es asegurar la propia existencia.
La España actual es un caso claro, sufrimos un gobierno ocurrente que se escuda en una etiqueta en la que se lee un sello “somos de izquierdas”, y que, usada a modo de patente de corso, les faculta para circular por los más curiosos vericuetos políticos, en los que una cosa y la contraria están bien y mal al mismo tiempo. El gobierno hace malabares con el embudo de modo que su parte ancha unas veces toca de un lado y otras de otro sin el menor pudor, y justifica cualquier acto sobre la marcha sin mirar ni un instante atrás. Ya lo dijo el otrora alabado y ahora denostado Joaquín Leguina: “podemos concluir –poniendo así fin a toda discusión sobre el deslinde entre izquierda y derecha- que es de izquierdas –y sólo de izquierdas- todo aquello que sale de la preclara mente de Rodríguez Zapatero”.
La penúltima ocurrencia que se nos ha prescrito, consistente en bajar los límites de velocidad en autopistas y autovías a ciento diez kilómetros por hora, es otra más que eleva la dosis. Ojalá no tengamos que decir de España lo que se dijo de Dª. Andrea: “¡Pobrecilla! Morir pantoponada...”.