Reflexiones de un peatón sobre la presunción de inocencia

Desde la perspectiva de un peatón, sin conocimientos jurídicos y tan alejado de los juzgados como cualquier ciudadano corriente, sigo con cierta preocupación la proliferación de juicios de papel o juicios mediáticos, como ahora llamamos a la costumbre de reputar en los medios de comunicación a personas acusadas o no de faltas o delitos. La sed de juzgar al prójimo se extiende por los platós de televisión, las tertulias radiofónicas y las páginas de la prensa; parece que todo está justificado siempre que se tenga el cuidado de poner un conveniente “presunto” antes de cada juicio que se emita.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua define la presunción de inocencia como “la que se aplica a toda persona, aun acusada en un proceso penal, mientras no se produzca sentencia firme condenatoria”, es decir, toda persona debe ser considerada inocente y tratada como tal hasta que un juez determine lo contrario sin posibilidad de apelación, y así lo expresa la Constitución Española en el artículo 24.2: “Asimismo, todos tienen derecho (…) a la presunción de inocencia.” El Tribunal Supremo, por sentencia 31/1981 establece que la presunción de inocencia “es un derecho fundamental que vincula a todos los poderes públicos y que es de aplicación inmediata”.

Curioseando un poco por la red he comprobado que el reconocimiento de la presunción de inocencia no es algo moderno, se encuentra de un modo u otro en muchos textos de la antigüedad, es curioso cómo lo expresa el Deuteronomio, “Por dicho de dos o de tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo” (Deut. 17:6). A este pasaje del Deuteronomio y otros muchos escritos de la Grecia y Roma clásicas, así como de la Inglaterra medieval, se refería el tribunal Supremo de los Estados Unidos, cuando en 1895 dictó sentencia en el caso “Coffin contra Los Estados Unidos” y definió la presunción de inocencia en los términos modernos y que tan frecuentemente escuchamos en las películas americanas.

De todo ello deduzco que la humanidad, desde los comienzos de la civilización, siempre ha creído que no se debe juzgar al prójimo a la ligera y se ha preocupado ante la posibilidad de que un inocente fuera castigado, estableciendo todo tipo de garantías en las leyes que regulan los procesos contra los acusados de delito para evitar condenar al honrado.

Por eso me pregunto ¿por qué ahora ha dejado de preocuparnos la suerte del honesto? y estamos dispuestos a sacrificar los derechos y libertades de los demás, no las nuestras, ¡faltaría más!, para satisfacer no sé qué instintos primarios al observar cómo cientos de personas ven sus vidas expuestas al escarnio público, sin más causa aparente que simples sospechas. Es como si sólo hubiéramos leído el diccionario en la primera acepción de la definición de presunción, esa que reza “hecho que la ley tiene por cierto sin necesidad de que sea probado”, y a la primera oportunidad aprovechamos para gritar desde la plaza pública algo parecido a lo que las masas pedían a Pilatos para un reo inocente hace dos mil años.

Así las cosas es fácil entender la maldición “tengas juicios y los ganes”, porque en los tiempos que corren basta que cualquiera te ponga un presunto delante para que tu vida se arruine, aunque no hayas pecado ni de pensamiento. Creo que los culpables deben pagar por sus delitos, sin paños calientes, pero para conseguirlo es preciso evitar dejar el camino de la justicia regado de cadáveres de inocentes. Como pedía aquel singular portero de la serie televisiva, ¡un poquito de por favor!

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